Al hilo de un artículo publicado recientemente en
alguna revista de divulgación científica sobre los reyes del antiguo Egipto,
vienen a la mente ideas extrapolables a la situación actual y no obstante, al
modo en que la humanidad diviniza a sus
reyes.
Probablemente no serán pocas las personas que, al
encontrarse en presencia de algún alto mandatario o líder de especial
relevancia (lo que también se puede aplicar a determinados deportes
popularizados) se siente en pequeñez
ante baza grandeza, surge la inquietud de observar al entronizado.
Da que pensar ésta faceta humana de necesitar de la mayestática
de terceros. No sólo desde los faraones, sino que ésta peculiaridad se produce
incluso entre los semejantes homínidos de menor intelecto. Se puede decir
incluso que en el conjunto del reino
animal surge la necesidad de divinizar a sus líderes.
Un líder, viene a ser una persona que se toma como referente en una disciplina, pero sobre
todo moral. Es un ejemplo a seguir por la ciudadanía, sea cuál sea el ámbito
donde impone su maestrazgo.
Debe ser por ésta circunstancia, de divinizar a los
reyes y líderes, que cuando la actitud amoral de los mismos trasluce al
público, el escándalo es mayúsculo. No es preciso dar nombre, ni es procura de quién
escribe, pero a buen seguro al lector le vienen no pocos rostros a la mente de
divinidades paganas, que con mayor o menor suerte hacen equilibrio en sus ensalzados tronos.
La condición
humana por sí es súbdita. Se precisa de un rey, un gobernante, un líder o
cualesquiera otros sinónimos se le quieran aplicar a la figura del adalid.
Cuando un grupo de personas se reúnen, bien por cuenta propia o bien por
delegación de la comunidad, surge algún miembro dirigente. Es parte de la condición humana la entronización del rey, la
delegación en el dirigente.
Pese a todo, la
humanidad aprende con sus errores, pero hay de aquél, quién, teniendo a su
disposición la atención de sus súbditos, malogre en su actitud. Pues el peso dela colectividad caerá sobre él.
Más bien no sería factible despojar a los reyes de sus tronos divinos. No es acaso igual un plebeyo,
un ciudadano, que un rey. Acaso vale más la vida de uno que de otro.
La divinización de los reyes no suele traer más que
desagrados a largo plazo, así que para evitarlo, habrá pensar que todos los
seres humanos son iguales, con sus errores y virtudes. Que ninguno vale más que
otro. Los reyes debieran ser meros administradores
y responder de igual a igual ante los
ciudadanos, a quienes representan.
Basta de divinizar reyes, mas, encúmbrese al ser
humano.
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