20 de febrero de 2014

La enfermedad de mi Iglesia

Hace unos días comenté una noticia en las redes sociales. La actualidad manda y le tocó al aborto protagonizar el diálgo, por lo que decidí colaborar exponiendo mi opinión y enlazando a un artículo publicado en esta misma sección hace algunas semanas: Derecho a vivir o Derecho a decidir. Pero cuál fue mi sorpresa al comprobar que el resto de comentaristas me mencionaban, sin haber leído el texto del enlace, utilizando como arma arrojadiza una enfermedad de la que la Iglesia no se ha conseguido curar completamente: los escandalosos abusos a menores.

El virus de los impíos

A nadie le son ajenos las noticias sobre la cuestión que llenan los espacios de medios de comunicación, tanto televisivos como escritos, en los que se ataca con fuerza a la Iglesia por pecar: por acción u omisión, contra la infancia e inocencia de los más indefensos: los niños.

Esta enfermedad que corroe al cuerpo de la Iglesia ha sido desarrollada por hombres crueles, sin piedad ni corazón, indignos de ser llamados hombres y de pertenecer al grupo de seguidores de Cristo. Jesús, nuestro maestro, puso los ojos en los más débiles:
"Mas Jesús les dijo: <<Dejad que los niños se vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos.>>" (Mateo 19, 14)
 Pero dice más, y con más claridad:
"Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar." (Mateo 18, 5-6)
Así pues, si nuestro Maestro, Jesús mismo, repudia a quienes atentan contra la inocencia de los niños, qué no habríamos de exigirles a los hombres. Esta enfermedad que consume a la Iglesia y que tira por tierra los esfuerzos de quienes buscamos transmitir el evangelio debe ser erradicada. No cabe la más mínima compasión contra tales viles criaturas, despojos del género humano, con cuyas cabezas, quiera Dios, se adoquine el Infierno.

Ante tamaña corrupción la Iglesia no puede callar. No se puede simplemente cambiar de parroquia al tirano. Hay que tomar medidas, ya lo dice Jesús. Estas bestias deben ser excomulgadas ipso facto, como gusta decir a Camino. Apartados de la Iglesia, porque ellos mismos con su comportamiento monstruoso se han alejado de Dios. No cabe la compasión, cabe la más dura de las afrentas. Y como añadido necesario: cabe ponerlos a disposición de la Justicia. Los que corrompen a los niños no pueden permanecer en el seno de la Iglesia, en el Cuerpo de Cristo, ni pueden disfrutar de libertad en la sociedad civil.

Y pese a todo cabe la esperanza, un pilar del cristianismo. Porque la revolución Bergogliana a la que el Papa Francisco da aliento constante ha puesto las cartas sobre la mesa y se muestra dispuesto a acabar con esta enfermedad que mina el mensaje evangélico. El Papa está dispuesto a sanar a la Iglesia de un mal que acalla la voz poderosa de la Buena Nueva.

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